Medir los resultados de los nuevos fármacos en la vida real es determinante para evaluar correctamente su efectividad y su impacto en términos de esperanza de vida, calidad de vida y costes totales. Ésa es la principal conclusión de la charla que ofreció la semana pasada Pedro Luis Sánchez, director del Departamento de Estudios de Farmaindustria, en el contexto del curso Avanzar en la dimensión humana del SNS desde las aportaciones del conocimiento y la innovación: la visión de las mujeres con cáncer de mama organizado en Santander por la Universidad Internacional Menéndez Pelayo (UIMP) y la Federación Española de Cáncer de Mama (Fecma).
En su intervención, Sánchez explicó que el incremento total de la esperanza de vida para pacientes con cáncer entre 1980 y 2008 fue de tres años, y que el 83% de ese aumento se debe directamente a los nuevos tratamientos surgidos en estas tres décadas. En la actualidad hay más de 7.000 medicamentos en distintas fases de desarrollo, de los que un elevado porcentaje (25%) se dirigen a la lucha contra el cáncer.
Desafortunadamente, tal y como explicó Sánchez a los asistentes, pacientes de cáncer de mama en su inmensa mayoría, no todas las moléculas que están en fase de desarrollo clínico llegarán finalmente a convertirse en un nuevo fármaco ya que el porcentaje de fracasos en la fase de I+D es muy alto. Y, además, de todas las que llegan al paciente como medicamento desarrollado, sólo un 30% generan ventas suficientes para recuperar sus costes de investigación mientras dura su patente.
En términos generales, en el futuro próximo podríamos esperar un aumento del coste farmacéutico oncológico, fundamentalmente por el mayor número de pacientes (mayor incidencia y mayor supervivencia) y por las previsiones de lanzamiento de nuevos fármacos. El reto es hacer compatible este horizonte con la necesaria sostenibilidad del sistema sanitario público, según explicó el representante de Farmaindustria.
Costes directos e indirectos
Para ello, hay que contemplar no sólo los costes sanitarios directos de la atención oncológica (unos 5.000 millones de euros según estimaciones de la Sociedad Española de Oncología Médica, SEOM), de los que los medicamentos sólo suponen alrededor del 25%; sino también los indirectos, que según recientes estimaciones tienen un montante similar a los costes totales sanitarios directos.
En este contexto, las preguntas que puso Sánchez sobre la mesa fueron claras: ¿debe preocuparnos sólo el coste farmacéutico de la oncología? ¿qué impacto tendrán los nuevos fármacos sobre los costes del resto de la atención sanitaria oncológica? ¿y sobre los costes indirectos del cáncer? En su opinión, es preciso analizar qué resultados tendrán estos nuevos medicamentos no sólo sobre la salud de los pacientes, sino también sobre los costes del conjunto del sistema sanitario y para la eficiencia y el crecimiento económico.
Ahora, tal y como concluyó Sánchez, podemos medir resultados en salud para un gran número de pacientes y en distintos momentos del proceso asistencial; es posible almacenar, procesar y analizar estos datos con metodologías científicas para mejorar el tratamiento de los pacientes; debemos ser capaces de analizar de forma robusta el valor real que aportan en la práctica las distintas alternativas terapéuticas; y empezar a desarrollar las posibilidades que abre la medicina personalizada. Y toda la evidencia que necesariamente surgirá de estos procesos de análisis nos permitirá a todos (sistema sanitario, profesionales, pacientes e industria farmacéutica) tomar las mejores decisiones para hacer compatibles el acceso de los enfermos a los mejores tratamientos y la sostenibilidad del sistema sanitario público.